Ariel Ahumada Lumbreras (Morelia, Michoacán). Apariciones esporádicas desde 1986. Autor apócrifo, fotógrafo, viajero: ciudadano del mundo. Desde 2015 ha proyectado su trabajo artístico, escénico y literario, explorando la ritualidad de los eventos cotidianos de la cultura, la fantasía y los sueños. Su obra ha sido publicada en revistas literarias, impresas como digitales, de México y el extranjero.
BREVES NOTAS SOBRE LA CIUDAD DEL EXILIO
Para los Borja
En la soledad de mi habitación de ímpetus,
intenté adivinar de qué tiempo era
-de qué destino me escapé-
o de qué lentes me extraje la memoria
y no di más que con lo que iba estando
lo que literalmente soy.
Mientras esto sucedía en mí,
afuera la aterciopelada oscuridad recorría las calles
pintando de su átomo negro las banquetas
instrumentando su música de agua-lloviendo en los caudales.
Y cuando, adentro de la casa, nos reuníamos,
después de un día de luchas negras y rojas con las sombras,
nosotros tres fundábamos con la música una luz
y el gato iba, entre los muebles, sonriéndonos
en su absurdo papel de animal de comedias.
Todo eso y más se volvió un coacervado de imágenes
y entonces concluí que aquello era, por lo tanto, lo que yo era (eso pensé):
una luz andarina, peregrinando en el cosmos,
una sombra licenciosa que en el papiro se inscribía
-los rudimentos de una historia-,
o una roca y un árbol, juntos a la vez,
erigidos en la sombra del tiempo y del mundo,
cruzando las ciudades, pero esta vez en la antigua Valladolid.
Y estando en aquel lugar, en mi meditación de ocasos
una vez escribí esto:
Una nota en el silencio deshebrando el tiempo: esto(so)y,
cuando el sol va dejando su estela de huracán negro,
cuando alguien muestra su apariencia de temblor fugaz.
A la par van cayendo aerolitos,
el fuego ciega los ojos de la muchedumbre del Centro:
qué ciudad tan puramente de recuerdos adornada:
el sonido de la ciudad es de un cosmos cayendo purísimamente,
esparciendo su polvo,
dando pasos en la azotea del cielo.
Y cuando la mañana llegaba,
enredándose en las partituras del polvo
haciendo una brillante música en el árbol de guayabas,
y en nuestro semblante el reflejo de las ramas caía, pero al precipicio de los ojos
lo que quedaba de la noche se conmovía también desde los cuartos
rotando como una silenciosa masa,
algo que mostraba al azar su posibilidad.
A fin de cuentas, amigos, eran cavilaciones,
ardiendo en el sentido del sueño o de mi pesadilla
esfumándose de nuestras manos, o de mis manos
apenas entraba en escena el tacto.
Mientras el sueño aullaba
en su mortaja cuadrúpeda, cazadores de lunas,
(por nuestras garras tejiendo el filo de la noche, nos reconoceréis)
los coyotes iban al balcón que da a San Francisco
en el bar La Brebajería, deslizándose por la Virrey.
Qué insólito el anhelo de las pálidas constelaciones de esa manada,
ese anhelo de calles, hermanos míos,
ese florecimiento del corazón;
la música tramaba un blando silencio
en esos ojos verde-lunitas que se encendían, lo siguen haciendo,
aéreos rostros de plateados pelambres, donde siseaba el áureo viento de la inmensidad.
“El sueño (m)aúlla”, -a mí mismo me decía,
e iba mi corazón trotando en la noche de Morelia
noche tan noche
en su acuosa melodía de manadas:
risas,
sorbos de agua,
un integro respeto de músicas de ocaso
de rosales, de árboles, y de sombras de ese otoño alucinante.
Así los días han pasado, y los breves tiempos han dado su marcha doblemente,
las geografías, aunque parezcan, ya no son las mismas
una prueba de ello es que, en una velocidad taciturna, primeramente,
la luz de los ocasos irrumpe en el cristal del agua, donde Tutmosis, nuestro gato, ahora bebe las estrellas, allá por El Mercado del Audi.
Y hay también un burbujeo noble de compartidas fuerzas:
una sequedad impregnándose en su ondulación de líquidos
empujándose contra el límite, como el agua de los inicios siempre tan monstruosa,
contra la esculpida piedra de los jardines
dimensionando mejor su saber de frío muerto en la maleza.
Así, brevísimamente, doy testimonio de esta ciudad de exiliados,
de una alta belleza, mujeres,
de hombres ocultos, en sus girones de príncipes purépechas.
Doy testimonio de este espacio de lagos plateados y dorados
de esta ciudad enclavada en las colinas donde el viento golpea con su trueno de piedra de metate
y donde el gato y el ave danzan en su rol de imposibles bestias.
El silencio quiebra en lo alto de los santuarios
se fragmenta hasta dar con el tañer de las campanas que anuncia la constelación del tiempo;
y doy testimonio de la marcha audaz de los viajeros, en su rito codicioso y espontaneo que seguro también conocieron María Zambrano y Ramón Méndez,
siempre hacia el mezcal, o a esa pulsación de humos dóciles,
donde tiene su imperio el ángel de la alegría
erigido en medio de oscuros nubarrones y de rojísimos rosales
el momento de los encuentros de otros viajeros
e ineludiblemente
de la música y de la amistad.
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