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"Fotos de mi abuela"de Mariana del Rosal



Mariana del Rosal (Buenos Aires, Argentina). Egresada en Letras por la Universidad de Buenos Aires, docente. Se desempeña como redactora freelance. Tiene escritos algunos poemas, numerosos cuentos y una novela, aún inéditos. También he publicado dos blogs: www.blogludeces.blogspot.com (entre 2006 y 2008) y www.mamireloaded.blogspot.com (entre 2016 y 2018).


Fotos de mi abuela


Las fotos suyas más antiguas son de su juventud: sentada en el césped junto a sus hermanas; paseando en bicicleta con su novio, quien había sido su profesor y sería mi abuelo; rodeada de flores en un jardín… Era muy bonita y supo conservar su belleza con los años. Aún ya abuela, su piel tan blanca surcada por tenues arrugas, seguía sorprendiendo el color de sus ojos: ¿Miel? ¿Grises? ¿Verdes? Una vez se lo pregunté. Me explicó: “el doctor dice que tengo un lunar sobre cada ojo. Por eso se ven de ese color. Pero, debajo, son celestes”, como los ojos de papá, como los míos.


No quedan fotos de la Ania niña que vino de Polonia a los cinco años, la familia huyendo de la guerra que se venía. No sé el nombre del lugar donde nació. Ignoro por qué, siendo polaca, su lengua materna era el ruso (entiendo que el pueblo estaba ubicado en una zona de frontera, su madre era polaca y su padre ruso). Desconozco la fecha en la que llegó a la Argentina. Sólo sé lo que ella me contaba: retazos de la infancia de una persona que ya no está, por eso lo único que puedo escribir está más cerca del cuento que de la crónica.


Más de una vez le pregunté por su niñez y sus primeros recuerdos. Gracias a eso, hoy puedo reproducir bastante bien algunos, segura de no estar inventándolos. Recuerdo, por ejemplo, la descripción que ella hacía del pozo de donde sacaban el agua: era tan profundo que el fondo nunca recibía la luz del sol, “y al asomarte”, contaba mi abuela, “se veían las estrellas”. Me parece escucharla ahora: lo dice con una sonrisa algo melancólica. También a sus ojos, repentinamente húmedos, se asoma una estrellita tímida.


Me describió lo crudo de los inviernos, como el que la vio nacer, prematura, a fines de un diciembre de los años 30 (nunca estuvimos seguros del día de su cumpleaños, ya que en la aduana de Buenos Aires, al registrarla, le cambiaron la fecha de nacimiento y la manera de escribir su apellido). Hablaba a veces, de un primo que había muerto de neumonía, y del perro, que tanto lo quería, que huyó al bosque y se quedó junto a la tumba del chico. Lo escucharon aullar algunas noches y después se perdió para siempre. Me gustaría preguntarle si ese era el mismo perro, el ovejero alemán, que salvó a su hermanita más chica de morir ahogada cuando, de bebé, cayó al río en el cual la madre, mi bisabuela Maia, lavaba la ropa.


Esto que se deshace casi entre mis dedos no es una foto sino una vieja postal. De una de las cosas que más hablaba mi abuela era del barco que los trajo al país, en una travesía que duró meses y que había hecho una de sus tantas escalas en algún país de África. La iglesia a la que la familia iba en Polonia tenía pintados, racismo que hoy sorprende y horroriza, angelitos rubios y diablos negros. Al tocar puerto, entre el calor y el inmenso hombre de piel color ébano que la saludó con una sonrisa, la chiquita de cinco años creyó haber llegado al infierno. Lo contaba muerta de risa, como en su momento habrá estado muerta de miedo.


Poco antes de que llegaran a Buenos Aires, la hermana pequeña –que no tendría más de cuatro años– hizo alguna travesura en el barco. La reacción del padre, militar ruso alcohólico que poco después abandonaría mujer e hijas en una tierra desconocida, fue raparle la cabeza a la nena. Mi abuela, al ver que le hacían eso tan horrible a su hermanita, saltó a defenderla. El resultado fue que las dos chiquitas, tuvieron que llegar a Buenos Aires con un pañuelo cubriendo sus calvas.

“En la escuela no entendía nada, ¡Ni una palabra! Me perdía todo lo que explicaba la maestra. Hasta que aprendí los números, ¡Entonces sí!”. Fue una excelente alumna hasta egresar del comercial, que terminó cursando de noche. Ahí, conoció a mi abuelo. Todavía entonces, le decían “la gringa” y conservaba dejos del acento extranjero que yo, muchos años más tarde, ya no reconocería.


A veces me detengo, y me digo que es todo inútil: ella debería haber sido la autora de estas líneas, no yo. ¡Cómo me hubiera gustado haber escrito todo esto antes, cuando todavía podría haberle pedido más detalles! Por más que la vejez le trajo graves problemas de salud, su memoria la acompañó hasta el último día de su vida.


En esta foto está conmigo, mi hermana melliza y mi prima. Se convirtió en abuela de tres nenas con meses de diferencia, unos años después llegaría la cuarta nieta. La vida le devolvió de mayor la compañía femenina, a ella, una de cuatro hermanas. La sororidad que le había faltado siendo madre de varones y resignándose a una vida de ama de casa.


No todo era malo en su hogar, entre esas paredes que constituían su pequeño reino. Si bien no disfrutaba limpiando -¿alguien de verdad lo disfruta?- cocinaba que era una maravilla, combinando en justas dosis tradición culinaria de larga data e imaginación. Y fue una de las personas de mi familia con quien más compartí la pasión por la lectura. Hoy guardo algunos de sus libros como legado, sé que a ella le hubiera gustado que me los quedara yo, a quien tantas veces le prestaba volúmenes, “pero eso sí, van y vuelven, ¿Eh?”. Le gustaban los gatos y las plantas. Me acuerdo de que junto a la puerta trasera de su casa, que daba al jardín, había una planta de flores celestes que siempre se le quedaban pegadas en el cabello. Me sorprendo ahora, al enfrentarme al amarillo y vacío terreno.


Ahora guardo el álbum, porque de ese último día no tengo fotos. Dudo sobre escribir esta parte de la historia. Tengo de repente la boca seca y las palmas frías, y noto cómo el pulso se me acelera y las palabras me salen equivocadas al teclearlas. Pero sería deshonesto inventarme un final feliz. Ella no lo tuvo, ¿Por qué lo va a tener mi cuento?


Mi abuela venía mal desde hacía tiempo. Ese viaje de mi abuelo –que, bien de salud y no resignándose a una vejez sedentaria y monótona, se había ido sin ella– la terminó de hundir. Estaba ida, ausente. La llamé un viernes y la escuché triste. No quería recibirme así, dijo. Prefería cancelar el almuerzo del domingo. Primera vez que la escuchaba decir algo semejante.

Última vez que la escuchaba decir algo.


Mi papá y yo llegamos ese mediodía. Él la había logrado convencer. Tocamos el timbre, nadie respondió. En principio no nos preocupamos, ya estaba bastante sorda desde hacía años, y cuando se sentía mal, tenía el recurso de no ponerse el audífono y aislarse más. Papá abrió con su juego de llaves. Entramos llamándola a gritos. Mi viejo subió las escaleras. Y yo… Tuve que ser yo, la que se asomó a la ventana. La piscina del jardín. Nada me había parecido tan espantoso en mi vida como haber visto esa agua quieta. El agua en la que ella, boca abajo, flotaba ya desde hacía demasiado tiempo. No supe cuánto.


Por algunos días tuve pesadillas con ese momento, con el agua, con la cara azulada que ya no nos miraba cuando mi papá la sacó. No las tengo más, pero todavía no volví a soñar con ella viva tampoco. La extrañaría menos, si pudiera visitarme en sueños, alguna vez. Pero tengo esperanzas de que sea cuestión de tiempo para sanar del todo.


De esto que pasó hace poco más de un año, y fue mi abuela por casi veintisiete. Todavía no me acostumbro a su ausencia. Me falta en la mesa los domingos; me faltará el día que me case, y más cuando me toque ser madre y sentirme, a veces encerrada entre cuatro paredes. Yo también la echo de menos, al pasar las páginas de un libro que creo que le hubiera gustado y al que no sé si alguna vez llegó a leer.


La extraño cada vez que me toca pasar frente a esas plantas de florecitas celestes pegajosas y recordarla con ellas enredadas en el pelo.


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