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Poemas de Ángela Escobar


Ángela Escobar, radica en la Ciudad de México. Cursó el diplomado de creación literaria en la Sociedad General de Escritores Mexicanos (SOGEM) Es actriz y escritora. Publicó su primer libro de poesía en febrero de 2019 bajo el sello editorial (Ediciones Periféricas) con el título: Debajo de mis venas silenciosas. Fue ganadora en la convocatoria “Historias del té” por la Compañía Nacional de Teatro. En junio del 2020 es ganadora del premio otorgado por el público por Cultura UNAM por su obra: la mujer murcielaga. Ha sido publicada en países como Argentina, Perú, Colombia, Francia, Grecia, España y Alemanía.






Lorelei


Más allá del orden mundano,

vuestras voces levantan un cerco. Moráis

en los agudos escollos de la pesadilla.

Sylvia Plath


Lorelei me dice: reposa en la luna azul,

espejos míos de palabras,

mientras el telón cae en la bruma tempestuosa.


Días agitados de tinta. Derramada,

y la sombra del vino.


Lorelei perturbada en los brillos del alba,

en su alcoba de mar enredada en sueños.


Sus huellas se duplican. En la ternura agresiva,

de ciento sesenta y seis páginas.


En la metamorfosis de paredes construidos de sal y arena.


Lorelei, alimento callado para el deseo de mi encaje construido de espuma.


Yo soy estrella para Lorelei y su sabor a

verano eterno.

Sus manos invisibles,

en mi cuerpo de neblina.

Lorelei, rebelde desconoce la eternidad.


Ella bebe sorbos de su dios condenado,

su vida es interpretación de armonías trastocadas,

que la inducen hacia su ruina.


Ella y yo chicas de marcas en la espalda,

hermanas en la coincidencia de una canción.

Grabada. Grabada. Grabada.

Una y otra vez.

Repetición. Repetición.


Lorelei sustento de una pesadilla.

Detrás de un ventanal.

Ella es viento de nubes,

en el muelle de una noche,

de deseo infantil.


Yo finjo ser su hermana,

perdida de sangre,

del vientre helado de mi madre.

Ella nace de mi embriaguez.

Reflejos.

Nos convertimos en flores y diosas,

con máscaras que esconden nuestros deseos.


Lorelei y yo hundidas en la locura,

en el sonido del barco en altamar.

Quisiera pintar tu nombre, Lorelei,

besar tus delirios a la orilla del mar,

Tus labios plateados,

esculpidos en mármol,

y tararear la melodía,

que sólo escuchan las sirenas al amanecer.


Lorelei, vestida de nubes,

nos suspendemos en armonías ácidas,

corrientes de plata y amoníaco.


Lorelei y yo coincidimos en las espinas de las rosas.

Y los colores donde hurta la libertad.


Ella y yo desnudas en perversos mundos.













Dios bebe la tercera botella


Me siento en un atardecer roto,

como la ausencia de la piel joven,

y, acaricio el consumismo de la belleza eterna,

en mi bolso de piel.


Las agujas del tacón de las zapatillas,

marcan las arrugas y lunares,

deformes de mis manos.


Los años se pueden suicidar,

con jeringas diseminadas en la piel,

mujer perfecta manto para el varón

decorosa con pudor y modestia,

estéril y tóxica,

expulsada ya de los veintisiete.


La mujer aprende del silencio,

ese mismo silencio de anestesia,

y el hormigueo de la perfección,

de la transformación de sus labios,

surcos agrietados sin dominio,

sola con la mudez.


Abandonada en aquellas rocas de sacrificio,

sangre derramada de corazones dilatados,

de la mujer prudente.


El castigo del silencio,

Adán esculpido primero,

siempre primero.


Ella contiene el tiempo con sales,

que detienen las agujas del reloj.

La concubina sueña con la piel mariposa,

de terciopelo rígido,

con alfileres recargados sobre sus alas.


Las sábanas blancas,

mimetizándose en las cicatrices de ensueños y sueños.


La creación de Dios,

muta ante el amanecer de un quirófano,

los algodones se tiñen,

con la sangre escurriendo,

sobre la luna plateada,

de la creación imperfecta de Dios.


La mujer desdobla su belleza,

en una imagen sórdida,

callada de maldiciones y lamentos.


Las pinzas y los recipientes metálicos,

han violado y despezado,

en doce partes a la mujer,

y sus miembros esparcidos sobre el territorio de Israel;

según el sagrado libro de Jueces 19:29.


Dios, necio, se alimenta de mitología plastificada,

mientras los hombres insaciables,

se acongojan en los pasillos de un,

hospital en el que muere el imperfecto.


La mujer-perfección nace del quirófano,

se viste de pieles,

de costuras monstruosas,

de diosa, aberrante,

asesinada por el canon de un barniz rojo,

inventada en una revista de recetas,

con altas proteínas,

vitaminas,

implantes,

liposucción,

dolor,

cavitación,

y plasma seca.


Esa misma sangre de cristo derramada,

María Magdalena inyectada de Botox,

mientras Dios se masturba en aquel naranja atardecer.


Dios bebe la tercera botella,

y, las vírgenes pecadoras reconstruyen sus hímenes con lágrimas.

Ellas cortan sus alas de mujer,

en orgasmos,

fingidos para no infringir contra la masculinidad de Dios.


Las mujeres-seriadas son apelmazadas,

en una bodega de colágeno,

con pieles y plumas,

en aquel cielo agrietado de eclipse.


Al monstruo-mujer le cortan la piel,

los huesos,

el pensamiento,

y al filo del escalpelo su libre albedrío.


Dios, cirujano, con bata omnipotente,

conduce la mano de Jesús a extirpar una costilla,

numerada para perfectas muñecas seriadas,

y maniacas,

con la locura fría golpeando su vientre cada veintiocho días.


En los cantos del quirófano,

Jesús susurra: arrepiéntete de ser mujer.

Mientras escupe su pene,

las muñecas seriadas,

esculpen sus senos,

con oraciones y aberraciones escondidas,

mientras el dolor lacera su piel.


Hasta afrodita de blanco mármol,

imperfecto ante la concupiscencia de Dios.

El castigo del monstruo-mujer-imperfección,

es brotar de la tierra y ser

mujer de costura larga,

larga cabellera,

labios hinchados,

mojados y excitados,

de extremidades esbeltas,

y flores sobre su cabeza,

diamantes brillantes,

cortados,

que se asoman encima de su cuello.


Mujer inventada por Dios

rota

costurada

inventada

ficcionada

modelada por photoshop

ideal de una película de acción

sin nombre

rubia de película porno

adorno de altar de iglesia

despojada

y siempre callada

por la buena voluntad de Dios.


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