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"Atavia" de Héctor Daniel Olivera Campos


(Barcelona, España). Empleado municipal en Barberá del Vallés (Barcelona). Ganador del primer premio en los siguientes certámenes literarios: I Concurso de Microrrelatos ELACT (Encuentro Literario de Autores de Cartagena (2013); Cibercertamen literario Hypatia de Alejandría de literatura breve en su quinta y novena edición (2013) y (2017); III Certamen de Microrrelatos de Historia “Francisco Gijón” (2015); XI Premio Saigón de Literatura (2017); XV Premio de Relato Corto “El coloquio de los perros” (2017); I Certamen de relato corto Té Cuento (2018); IV Certame contos de Ultramar (2018); XIV Concurso de Relatos de Viaje Moleskin (2019) y III Concurso de Relato Hiperbreve “Qué no nos jodan la vida” (2020); I Concurso de cuentos “Hoja por hoja” (2020) con el relato “Imagine” (ganador ex aequo). Finalista en numerosos premios. Ha publicado relatos en diversas antologías y en revistas literarias de España, Latinoamérica y Estados Unidos.

Blog del autor: “Objetos perdidos”


ATAVIA


Atavia es una comarca desolada, remota e inhóspita, de una orografía endiablada y agreste, serpenteada por caminos polvorientos y solitarios. Arrastra la sedienta comarca una pertinaz y secular sequía de la que es heraldo un implacable sol de justicia y plomo que requema las pieles agrietadas de sus habitantes. El paisaje es yermo, un eterno páramo, apenas tachonado por una pelusilla de vegetación rala, una antipática retahíla de malas hierbas. Como si de una condena mitológica se tratase, los lugareños golpean obstinados con su azada los suelos ingratos tratando de hacer brotar de ellos algo que llevarse a las bocas, a la vera de pozos y cauces de ríos, secos desde tiempos inmemoriales.


Escasea la fauna en Atavia, quitando algún perro vagabundo y sarnoso y diversos lagartos roqueros. Sin embargo, abundan las aves que silban con su vuelo suspendidas en el aire recalentado. Zopilotes que avizoran carroña o estorninos que devoran las semillas que esparcen los labriegos en sus terruños. También se avistan los tordos y algún que otro cuervo extraviado que imita, tétricamente, desconocidas voces humanas.


En Atavia se respira la ausencia de Dios y apenas la pueblan exiguos puñados de hombres sin otra ley para regirse que la del Talión. Los escasos caseríos son aldeas paupérrimas, miserables apiñamientos de casuchas ocres de paredes terrosas, aplastadas entre el paisaje y un cielo de un azul hondo y despiadado. Una iglesia desvencijada que llora un cementerio anexo, la polvorienta plaza con su fuente seca y algunas casas fantasmales, concretan la aldehuela. Todo es decadencia, abandono y sombras. A veces, de manera extraña, en noches sin estrellas, un inquietante horizonte de perros ladra sin causa.


Los atávicos acostumbran a ser silentes, hablan poco y con frases cortas y sentenciosas, en sus dialectos vernáculos, más que nada para confirmar el paisaje por el que deambulan y expresar su fatalidad y su fatalismo. Suelen maldecir el cielo con imprecaciones y léxico de arrieros.


Los hombres son extremadamente machos y libérrimos, sin más amos que sus instintos a los que obedecen ciegamente, ni más blasón que su orgullo, al que se aferran con fiereza. Los atávicos son telúricos, una emanación de la tierra misma, un complemento del paisaje, fauna autóctona, víctimas de un determinismo ciego.


Las mujeres, hierberas, cofres de supersticiones ancestrales, son fantasmas vestidas de negro y se les puede vislumbrar rezando el rosario en la iglesia al abrigo de la penumbra tibia o son meretrices que ejercen en sucios y abandonados galpones, dispuestas a recibir en sus entrañas la vesania que ellos derraman.


Metafóricamente los hombres de Atavia nacen huérfanos, pero conforman sagas, estirpes malditas, linajes enfrentados durante generaciones, macerando odios que son como sudores viejos adheridos a la piel y que terminan ineluctablemente en estallidos de sangre y furia, en muertes anunciadas y masacres catárticas. Las familias acumulan siglos de soledad, de secretos, de incestos e hijos bastardos.


Desconocen el amor y sus cortejos se cuentan en raptos y violaciones. Como mucho, se sienten abrasados por ocasionales pasiones enloquecedoras que los abocan inevitablemente al asesinato y al suicidio.


El hombre atávico es violento por naturaleza y es propenso a la riña y a la jactancia pendenciera avivada por el alcohol. Siempre aparece un destello de metal de algún arma que aflora en la contienda, ya sea una carabina mexicana o una navaja albaceteña. La vida del atávico es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.








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